sábado, 10 de octubre de 2015

Por qué no me gustan los juguetes de ciencia

Hace unas semanas escribí sobre las pasiones infantiles y mencioné el famoso Quimicefa, diciendo que "algo tengo en su contra". Ayer, en mi carta a los Reyes, comentaba que los niños deben darse cuenta de que algunos juguetes los aprovechan mucho y otros no, y me resistí a hacer otro comentario sobre los juguetes de ese tipo, a los que incluyo entre los segundos: una pérdida de dinero.

No, no me gustan.

La razón es la siguiente: Son las típicas cajas llenas de porrón de cositas fáciles de perder o esparcir que se usan una vez y acaban en el fondo de un trastero, armario, altillo o sótano. Y eso pasa con los juegos de ciencia, los de magia y los que son tipo "Juegos Reunidos".

A todos nos pasa, y acabamos haciendo desaparecer esas cajas, ya sea por verlas en desuso o por miedo a que dejen de estarlo. Todos. Igual hay excepciones. Pero lo digo porque supongo que las hay: realmente, no tengo confirmación de ninguna. El resto de los mortales terminamos maldiciendo el día que se compró la cajita de las narices.

A mi hijo mayor le encanta hablar de química orgánica. Le mola, qué quieren. Él no creo que sepa lo que es la química orgánica, pero le encanta la química y cuando hablamos de biología tiende a hablar de microorganismos (será que los seres pluricelulares no le parecemos interesantes). El caso es que al final se une una cosa con otra y acabamos hablando de las células, las bacterias, los virus y los procesos internos de cada uno al mínimo nivel: el químico. Mi hijo mayor habla de proteínas como de peonzas, oye.

Así pues, me pregunto: ¿cómo puedo darle más rienda suelta a su curiosidad? La inmediata: ¡un microscopio! Y a mí me encantaría. Y al mediano también. A todos. Mola: un microscopio.

Entonces recuerdo que yo tenía un microscopio, que conservo, y... Y ahí está. Cuando pienso en él me doy cuenta de que un microscopio es un precioso instrumental que un día te compran y no tienes ni la más remota idea de cómo utilizar. No me refiero al uso del aparato en sí: es que no sabes cómo sacarle partido. Te recorres las muestras que vienen con el microscopio: un trozo de nilon, fibras de algodón, tejido vegetal, etcétera. Vale, ves las fibras y parecen tubos enormes... Y ya. Tejido vegetal: pues vale, no distingo nada. Nilon: buf, emocionante.

A lo que voy es que lo que un niño espera hacer con un microscopio es lo que se le vende: ver el mundo microscópico. Bichitos, bacterias... En su ingenuidad cree, mira por dónde, que la gente le dice la verdad y que va a flipar viendo moverse unas Entamoeba coli. Pues no, majete. ¿Ah, que no es lo que esperabas y ya no usas el microscopio? Pues al armario. Y ahí está.

Y la culpa no es de los padres, porque normalmente los que compran microscopios lo hacen porque o tienen mucha idea (en cuyo caso darán uso al microscopio) o no tienen ni guarra. Y no sé yo si de los fabricantes, que igual saben de microscopios y en su casa los usan y creen que el resto de los mortales también. No creo que haya nadie concreto que tenga la culpa. Pero ocurre.

Como a mí todo esto me mola cantidubi y de vez en cuándo me voy a Carolina para fliparlo un poco y sueño con tener un laboratorio en casa, pues me informo de todo esto y veo que tener un microscopio y sacarle partido es comprar muchas muestras o aprender a hacerlas tú, lo que implica comprar los tintes, aprender a hacer tinciones y, lo más importante, ¡tener espacio para guardarlo todo! Vamos, que no.

A mí me gusta la ciencia. Me encanta. Me apasiona. Y me apasionan mis hijos. Y quiero transmitirles el amor por el conocimiento. Bastante limitados están en el colegio como para no darles rienda suelta en casa. El problema es el de siempre: no hay ni recursos para todo eso (que cuesta pasta gansa), ni tiempo (o sí, que para otras cosas bien que lo sacamos), ni espacio, ni ganas, ni nada.

La cosa se resolvería como vengo diciendo hace tiempo: creando clubes de disciplinas varias. Clubes donde todos pongamos un poco y se pueda financiar el sitio o el material. Igual hasta se puede hacer en el colegio y cofinanciarlo con él para uso compartido, del club y del colegio. Los clubes y talleres de ciencia son un sitio maravilloso donde podría enseñarse bien a niños muy interesados en ciertas materias. Es más: a mí me dan la oportunidad de ir a un taller de ciencia básica donde pueda aprender a hacer tinciones y ver mi sangre al microscopio y me apunto con mis hijos.

Ante el elevado coste que tienen algunas cosas ya existen organizaciones particulares para crear sitios donde se puedan hacer uso de material avanzado. DIYBio, por ejemplo, es una organización donde la gente pone dinero para montar laboratorios de genética abiertos, para todos. En España hay uno: en Barcelona. Mirad qué chicos tan majetes:

En mi opinión, las diversas disciplinas, tanto ciencias como humanidades, se aprenden en serio, no en modo juguete. Se aprenden de la mano con otros, no leyendo cómo hacer un experimento en un manual de instrucciones y luego una explicación de la que ni te enteras. Se aprende investigando. ¿No se habla mucho hoy día sobre la creatividad en la formación? Pues se trata de eso: de enseñar a los niños a, acompañados de un adulto, aprender a manejar instrumental para que luego sean creativos, investiguen y pregunten ¡que pregunten mucho!

Esta sociedad, cada vez más abierta y social, necesita que nos acostumbremos a que toda afición puede ser compartida e, igual que hay clubes de moteros o aviones por radiocontrol, puede haberlos de ciencia, historia o literatura. Si no se sabe, se busca gente dispuesta a ayudar, que anda que no hay científicos jubilados que estarían encantadísimos de echar un cable. Y nuestros hijos pueden aprender, explorar y pasárselo bomba con la ciencia. Y nosotros con ellos. Pero de verdad, no con una caja que damos gracias que termina ignorada en algún sitio.

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